En los años oscuros de nuestra peor historia, el teatro nos juntó como quien enciende una vela en la noche.” La Barraca” fue el refugio primero, aulas donde el arte nos cobijaba, nos protegía, nos acunaba. Y después vino la vida toda, con su oleaje de risas y lágrimas, de abrazos y olvidos, de caminos y laberintos. Marcelo y Virginia, nombres tatuados en la piel de mi tiempo, compañeros de escenas y de madrugadas, hermanos de brindis y desasosiegos.
Marcelo, con su risa ancha, su mirada clara y su abrazo de roble, es más que un amigo: es familia. El padrino de mi hijo que mi hijo llama tío, el cómplice que ha sabido estar cuando el mundo se inclinaba demasiado. Virginia, con su voz de brisa, sus ojos que sostienen y su risa contagiosa ha sido puerto en más de un naufragio, faro en alguna niebla, bote generoso en mares turbulentos.
Nuestra amistad sobrevive al tiempo, no cede ante el viento. Es una casa sin cerrojos, una mesa siempre puesta. Y nosotros, Marcelo, Virginia y yo, seguimos sentados ahí, siempre en esa mesa brindando por lo que fuimos y por todo lo que aún nos queda por ser. Como tres imbatibles mosqueteros.