martes, 21 de agosto de 2012

No quiero.

No quiero. No quiero que pase el tiempo. No quiero que nada se acomode. No quiero atravesar el duelo, ni amasarlo, ni cruzarlo, ni eludirlo. No quiero. No quiero que llegue el consuelo ni que se sequen las lágrimas. No quiero aceptarlo. No quiero. No quiero dejar de llorarla. No quiero que se me apague su voz. No quiero levantar el ánimo ni calmar la angustia. No quiero. No quiero descansar ni estar cansada. No quiero estar entera. No quiero que la vida “vaya”. No quiero este dolor. No lo quiero. No quiero el silencio. No quiero las palabras. No quiero ser fuerte ni débil ni nada. No quiero esta pena. Ni quiero el alivio. Por momentos no quiero que la vida siga ni que el sol salga. No sé cómo se vive sin Delia. No quiero que Delia haya muerto. No quiero.

miércoles, 15 de agosto de 2012

Mi hermana Delia: HERMANA MÍA




Y recé. Imploré, y supliqué y rogué y pedí y prometí 
 y le puse fuerza y visualicé violeta y me vestí de verde 
 y guardé estampitas y crucé los dedos y pensé en positivo 
y la rodeé de luz y mandé energía y pedí ayuda y me dejé ayudar 
y le hablé y confié y volví a rezar y volví a suplicar y volví a prometer. 
Y recé. 

Para que se entienda...
Delia estaba por cumplir 10 años cuando yo nací. He escuchado a mi abuela y a mi madre contar incansablemente que ella, Delia, me tomó como “su muñeca preferida”. Me cuidaba, me cambiaba, me peinaba, me alzaba, me jugaba, me daba de comer, me paseaba, me amacaba…

Delia estuvo presente en cada acontecimiento de mi vida. En todos y cada uno.

Delia me enseñó a caminar y a hablar. Me enseñó a leer y también me ingresó en el mundo de la lectura. Me llevaba a la escuela y me iba a buscar. En mis terrores nocturnos infantiles Delia todas las noches corría su cama hacia la mía para quedar cabecera con cabecera y nos dábamos la mano por debajo de las almohadas. Sólo así yo podía dormirme. Durante años. Más tarde supe que ella lo hacía para que yo no volviera a dormir a la habitación de mis viejos. Era tan joven y ya sabía lo que era mejor para mí. Y se jugaba por eso. Porque mi vieja decía, “pasamos la cama de “la Stellita” al cuarto nuestro de nuevo y listo, así vos podés dormir tranquila” Y ella contestaba, “yo duermo tranquila con la mano de “la Stella” entre la mía”.

Me hizo conocer en forma muy temprana a Los Beatles, a Serrat y a Miguel Hernández. Tuve primera noción de la dimensión del dolor cuando se vino a vivir a Buenos Aires. Yo tenía 9 años y me enfermé de tanto llorar. Y volví a la habitación de mis padres. No podía dormir sola. No podía con tanta soledad. También, luego, fue la dimensión de la alegría cada vez que iba a San Rafael a pasar las Fiestas y me traía con ella de vacaciones a su casa. Me encantaba venir a visitarla. En alguna de esas vacaciones me convenció de que la habitación de los padres es de los padres. Y que los miedos se vencen enfrentándolos…

Delia fue quien me enseñó eso de “hacerme mujercita”, como se decía en aquel entonces.

Me resultó siempre imposible no llorar cuando nos despedíamos. Si era ella la que se iba yo quedaba en el andén llorando y ella desde la ventanilla me sonreía acercándome consuelo mientras repetía abriendo grande su boca (para que yo pudiera leerle los labios): “NO LLORES. NO LLORES”. Y cuando era yo la que me volvía a casa, la situación se repetía “en viceversa”, yo arriba del micro y ella en el andén, con la mano en alto y a su boca, sonriendo, moviéndose enorme: “NO LLORES. NOLLORES”. Ni sus promesas de escribirme cada semana (que cumplía puntualmente) me acercaba ese consuelo cuando me despedía de ella.

Con Delia conocí el mar.

 Fue ella, también, la que me dio la noticia de la temprana muerte de mi padre. “¿Él está bien?”, pregunté yo desde mi negación de adolescente. Y ella, tomando mi cara entre sus manos y mirándome profundamente como sólo ella sabía hacerlo me contestó: “Sí. Él está bien… Él ya está bien.” Y me abrazó llorando. Esa fue la forma… Esa fue la frase… todavía puedo escucharla. Tenía una enorme capacidad de sintetizar en una sola frase un mundo entero. Eso siempre me maravilló.

Cuando Delia cursaba su primer embarazo tuve sus síntomas. Yo tenía 15 años y a la distancia sentía náuseas, mareos, me paraba con la panza para adelante y la mano sobre el vientre. No sé si eso es bueno o malo. Pero me pasaba. Nos reíamos mucho o, más bien, muchos se reían de mí. Ella me abrazaba y me llenaba de besos.

Delia me trajo a vivir a Buenos Aires.

Con ella y su primera hija bajamos del tren en Retiro, mi madre y yo, cuando decidió ir a buscarnos para venir a vivir en su casa. Eran tiempos negros. Los temibles días de la dictadura. Valiente como siempre arriesgó su vida para protegernos a nosotras que nos habíamos quedado demasiado solitas en la tierra familiar.

Delia me cuidó de los milicos.

Mis dieciséis mendocinos años llegaron a Buenos Aires sin entender nada lo que estaba pasando. Y con miedo y en voz baja fue ella quien me develó qué eran la injusticia social, la solidaridad, la generosidad, la justicia, la política, la militancia, los derechos humanos. Su grito era mi grito, su escondite mi escondite, su pasión la mía, sus amigos mis amigos. Sus compañeros desaparecidos fueron, son, mis desaparecidos.

Delia me presentó a las Madres de la Plaza.

Yo hablé durante años por boca de mi hermana. No emitía opinión sin antes corroborar con ella si no estaba equivocada… Durante algún tiempo tuve que trabajar intensamente para separar mi voz de la suya. Y cuando finalmente pude adueñarme de palabras y afianzarme en opiniones, hacer un camino propio, aprender a soportarme, volví a acordar con sus dichos, sus ideas, sus principios. Ya éramos maduras.

Delia me enseño a crecer.

Me costó mucho entender qué joven era mi hermana cuando yo la veía tan grande, grande, grande. Qué joven era cada vez que nació cada una de sus hijas… (con las otras dos también tuve síntomas). Yo la veía tan madraza, tan experimentada. Allí estaba yo mirándola cambiar pañales, dando la teta, haciendo papillas, consolando celos, bajando fiebres, y ayudando a crecer. Para mí Delia siempre supo todo. Y podía ponerlo en palabras sabias con tanta facilidad, con tanta síntesis… palabras que abrazaban, consolaban, calmaban, aclaraban, ordenaban.

Delia me ayudó a decidir tener a mi hijo.

Y también estuvo allí el 12 de julio de 1989 cuando comenzaron mis primeras contracciones. Y allí estaba tocándome la frente cuando me llevaban para la sala de parto y en la habitación cuando me trajeron a Lautaro. Fue ella quien me dijo: “ponelo en la teta, Stella”.
Y también estuvo sosteniéndome y secando mis lágrimas cuando sucedió lo de Tobías, mi segundo hijo.

Por suerte también hemos peleado… Hemos desacordado, discutido, nos hemos distanciado. Y siempre nos hemos reencontrado. A veces me sublevaban sus intransigencias. Porque, claro, yo me montaba en las mías. Y después sucedía el abrazo.

Fue Delia, obvio, quien me dijo en un hilo de voz: “la mami falleció, Stellita”. Eso fue hace cuatro años. Y "la Stellita" bajó del taxi y nos fundimos en uno de esos abrazos en los que no se sabía dónde empezaba una y dónde terminaba la otra. Cuando nos miramos éramos otras. Éramos huérfanas... Pero nos teníamos mutuamente.

A partir de ese momento muchas veces sentí que yo era “la mayor”. La más grande. En edad, digo. Más grande que Delia es difícil que alguien sea… Pero digo: ella estaba frágil desde hace algún tiempo y yo quería, necesitaba, cuidarla. No sé si lo logré… Pero sé que lo intenté. Hablábamos todos los días. Todos. “Fundamos” una cofradía con tres amigas y adquirimos el compromiso de escribirnos al menos una vez por día. Todos los días. Será muy difícil, (difícil por decir algo, será devastador), soportar no volver a tener el privilegio y la emoción de recibir sus palabras cada día.

Una dulce sensación, frente a este océano de tristeza, desazón y dolor, es percibir que no nos quedaron cuentas pendientes. Nos hemos dicho todo… o por lo menos todo lo que tuvimos ganas de decirnos. Nos hemos abrazado mucho. Hemos discutido. Hemos charlado. Nos hemos dicho “te quiero” infinidad de veces. Y aseguro que no hacía falta. Nuestro amor era palpable. Pero lo decíamos igual.

Sí nos quedó mucho por hacer: infinidad de cafés, demasiados mates, charlas a raudales, idas al cine, al teatro, salidas con Camilo, salir de compras, ir juntas a un spa, hacer un viaje, incontables chismes, excesivas risas… Envejecer juntas, como solíamos prometernos.

Voy a extrañarla hasta lo inimaginable. Hasta en mi último aliento… Ya la extraño. Hace días que la extraño. Que la necesito. Como aquellas noches que corría su cama para darme su mano por debajo de la almohada…

Me consuela un poco, pero sólo un poco, saber que ella no sufrirá este dolor que estoy sufriendo, que no será atravesada por este agujero feroz que me deja sin pensamiento, que no quedará ausente de tanta ausencia… “Vos tenés el deber de morir después que yo”, me dijo alguna vez hablando de la muerte, “porque soy la mayor, y porque no soportaría tanta pena, no vine preparada para eso”. Ella… que parecía preparada para todo. Lo que no sabía, y se fue sin saberlo, es que yo tampoco. Yo tampoco soporto esta pena. Yo no soy fuerte… nunca lo he sido. Era fuerte porque la tenía a Delia. Ahora que no está sólo un suspiro puede derribarme… Y no tengo su palabra para que me diga cómo evitar ese suspiro…

Delia murió el 13 de agosto. Murió. ¿Murió? ¿Cómo es posible?
En fin… que estoy deshecha. En el sentido más literal y exacto de la palabra. Des-hecha. Deberé empezar a rehacerme sin Delia. Sin su enorme asistencia. Sin su omnipresencia. ¿Cómo se hace? ¿Por dónde se empieza? No sé… no sé cómo será la vida sin Delia.

(Con real, profundo, extremo, irreversible, dolor en el alma)
Agosto, 2012.

domingo, 5 de agosto de 2012

¿A qué está dispuesto un actor por un poco de notoriedad?


‎"Rosemary Woodhouse, una joven ama de casa, está casada con el actor de teatro Guy Woodhouse. Rosemary es una mujer joven y alegre, totalmente dedicada a su hogar y a su marido, con quien anhela tener un bebé. Guy, por su parte, desea alcanzar el estrellato. Guy y Rosemary acuerdan tener el hijo tan deseado, y planean la fecha ideal para que ella quede embarazada. Una noche, Rosemary tiene alucinaciones y pesadillas, en las que es aparentemente violada por un ente no humano. Cuando despierta, Guy se disculpa por haberle hecho el amor mientras estaba inconsciente, y ella descubre que está embarazada. Guy le ha vendido (a través de una secta) el alma de su primogénito al Demonio a cambio de convertirse en una estrella de teatro, reemplazando a una primera figura que la secta deja ciego en un accidente planificado". 

Siempre me ha llamado la atención que tanto en la novela original de Ira Levin , como en la extraordinaria adaptación de Roman Polansky, quien vende el alma de su hijo al diablo sea un actor de teatro sin trabajo, deseoso de notoriedad...