viernes, 13 de mayo de 2011
Pobres contra pobres
Siempre me han resultado tristísimas y patéticas, como mínimo, las peleas de pobres contra pobres. Todas. Las “macros” y las “micros”. Desde aquellas que pueden desembocar en una “guerra civil”, a las de los asentamientos por un pedazo de tierra, o las de las vecinas por la soga para tender la ropa...
Y sucede que desde hace ya algún tiempo asisto azorada y perpleja a la transformación de la actividad teatral “independiente” en una lucha, justamente, de pobres contra pobres...
Resulta que ahora los actores no tenemos el derecho de invitar a nadie... Y el “tienen que pagar todos” está a la orden del día...
Después de meses ensayando, de dibujar la vida para que alcancen las horas, de combinar horarios imposibles, de ver de qué manera se puede producir un espectáculo rogando que luego cobremos subsidios que nos permitan recuperar algo de lo invertido, no podemos decidir que nuestros compañeros de ruta, actores que la luchan igual que nosotros, vengan a vernos sin pagar un centavo. Y esos compañeros de ruta tampoco pueden invitarnos; pretendiendo todos sostener nuestros espectáculos haciendo pagar a nuestros pares... Y, por favor, no me vengan con ese cuento de que “los actores tenemos que aprender a pagar” porque la mayoría de aquellos que le dedicamos nuestro oficio al teatro independiente si hay algo que tenemos en nuestro haber son “licenciaturas en pagar”. Pagamos cursos, talleres, entrenamientos, salas de ensayo, volantes, postales, afiches, volanteros, técnicos, seguros, vestuarios, escenografías, agentes de prensa... Por citar sólo alguna de las cosas que pagamos... Pero resulta que ahora también tenemos que pagar (“tenemos que aprender a pagar”, dicen) para ir a ver el trabajo de nuestros compañeros. Obligatoriamente. Sin discusión. Porque las salas, que también son pobres e independientes, pero cuentan (casi todas) con uno, dos y a veces tres subsidios seguros, nos han convencido de que no tenemos ningún derecho de invitar a teatristas. Ni a nadie. Y ahí vamos, como corderitos obedientes diciéndole a los colegas que no podemos invitarlos, y viceversa. ¿No es una locura? ¿No sería lógico que después de cumplir con tantas obligaciones como las que cumplimos conserváramos el derecho de poder invitar a nuestros pares? ¿No es razonable que no nos cobremos entre nosotros que la luchamos sin descanso? Porque a la vez, seamos honestos, nos cobramos entre nosotros al grito de “¡no hay invitados!” pero si algún actor o alguna actriz de los que se consideran “representativos” o “consagrados”, y que a mi entender son sólo actores que han logrado, a base de talento o suerte (o de talento y suerte), combinar éxito con fama, nos dice: “voy a ir a ver tu espectáculo”, mágicamente aparecen, seguro, dos entradas gratis en el mejor lugar de la sala y si es posible contratamos un fotógrafo que inmortalice ese momento junto al afiche de nuestro espectáculo... Porque así somos. O así estamos.
¿Qué nos pasó? ¿Cómo es posible que hoy sea más fácil negociar con algún empresario del teatro comercial que con algunos dueños de salas independientes? Es que muchos de estos últimos han adquirido todos los defectos de los primeros, pero ninguna de sus virtudes... Y terminamos obedeciendo negociaciones imposibles y naturalizando lo ilógico. No jodamos... Es así... Entonces nos encontramos en su mayoría con salas vacías pero sin invitados. Y a la séptima función nos anuncian que la próxima es la última. Y nos encontramos también con que es imposible ir a ver los trabajos de nuestros amigos porque no hay presupuesto que alcance si uno quiere ver todo lo que hacen los actores que nos acompañan en este camino. O sintiéndonos “en falta” porque consiguieron invitarnos.
Ojo... también hay salas (honrosas excepciones) que deciden acompañar a sus espectáculos al mismo riesgo que las cooperativas. También las hay, es cierto y nobleza obliga.
Hemos entrado todos en esta locura. No estoy responsabilizando a las salas. Creo que todos somos responsables de esta nueva, extraña e ilógica modalidad.
Recuerdo que en 1985 estrené “De cómo el Sr. Mockinpott logró liberarse de sus padecimientos” en el Teatro Payró. Éramos dieciocho en la cooperativa. Sí, dieciocho. Invitábamos a nuestros colegas, a veces también a nuestros familiares o algún amigo, e igual ganábamos un dinerillo que nos permitía pagarnos alguna que otra cena en “Cuchillo y tenedor”. En 1990 estrené “Angelito” en el Teatro de la Campana. Éramos diecinueve en la cooperativa. Sí, diecinueve. E invitábamos a nuestros pares. Ya ganábamos menos pero no se nos ocurría cobrarle a nuestros compañeros. Eso era algo impensado.
No hace tanto de eso... ¿Qué nos pasó? Sí, sí, ya sé. Nos pasó el neoliberalismo de los ´90 que, evidentemente, no nos empobreció sólo el bolsillo. También nos empobreció el alma. Entonces fuimos construyendo entre todos unas absurdas “leyes de juego” lanzándonos sin escalas a esta patética guerra de “pobres contra pobres” que andamos librando hoy los integrantes del mundo teatrero “independiente” de la ciudad de Buenos Aires. ¡Que triste y patético me resulta!
Tal vez es hora de juntarnos, replantearnos, barajar y dar de nuevo. Alguna solución deberíamos encontrar.
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