-Deje de reírse y de hacerse la canchera, quiere. ¿Usted tiene idea
del agujero en el ego que provoca una cosa así?, -dijo el psicoanalista muy
serio y ella acusó el impacto. Se desató el pañuelo del cuello, se acurrucó en el
sillón, apoyó la cabeza en uno de los apoya brazos y se largó a llorar. Lloró,
lloró, lloró, lloró. Cada tanto se secaba las lágrimas y los mocos con el
pañuelo rojo que le hacía juego con los zapatos y los aros. Lloró, lloró,
lloró, lloró.
Lloró por todo lo que no había llorado en todo este tiempo que había compartido con el hombre del que se había enamorado. Era el compañero perfecto. Se conocieron en la escuela de teatro y la química fue inmediata. Se eligieron para los primeros ejercicios, se tocaron, se olieron, se reconocieron, se pelearon, se reconciliaron, fueron hermanos, novios, amantes, extraños, vecinos, enemigos. Estudiaron escenas, se amaron, se odiaron, quisieron matarse, fueron cómplices de asesinato. El teatro les permitía construir realidades que los unía cada vez más. Después de cada clase caminaban horas, se sentaban en una plaza, se abrazaban, se confiaban. Se miraban intenso, iban a cenar, paseaban, se hacían regalos. Reían. Mucho reían. Eso los unía más aún. Un día el beso en los labios se produjo naturalmente. Otro día se besaron. Fuerte, apasionadamente. Y rieron más, todavía. Pero a partir de ese momento empezaron las excusas de él. Cuando estaban juntos era igual que antes. Hasta que llegaba la hora de definir una intimidad que se hacía esperar. Ella entró en ansiedades adolescentes. Cada vez se decía: “Hoy tiene que ser. Hoy tiene que producirse”. Y se depilaba y estrenaba ropa interior y se perfumaba y se maquillaba y se subía a los tacos. Iba a los encuentros “como para ir de boda”, como dice el verso del Nano. Pero no. Cada vez era distinto pero cada vez era una nueva frustración. “Mañana me tengo que levantar muy temprano”, “estoy descompuesto”, “mi vieja está enferma”, “me duele la cabeza”… Las excusas eran variadas y a veces llegaban al disparate. Pero todo terminaba en risas porque eran muy compinches y solían reírse de cualquier cosa. Mucho reían. Todo era raro. No podían hablar del tema, tampoco dejar de verse ni de besarse ni de apasionarse el uno con el otro. Ni, mucho menos, de reir.
Lloró por todo lo que no había llorado en todo este tiempo que había compartido con el hombre del que se había enamorado. Era el compañero perfecto. Se conocieron en la escuela de teatro y la química fue inmediata. Se eligieron para los primeros ejercicios, se tocaron, se olieron, se reconocieron, se pelearon, se reconciliaron, fueron hermanos, novios, amantes, extraños, vecinos, enemigos. Estudiaron escenas, se amaron, se odiaron, quisieron matarse, fueron cómplices de asesinato. El teatro les permitía construir realidades que los unía cada vez más. Después de cada clase caminaban horas, se sentaban en una plaza, se abrazaban, se confiaban. Se miraban intenso, iban a cenar, paseaban, se hacían regalos. Reían. Mucho reían. Eso los unía más aún. Un día el beso en los labios se produjo naturalmente. Otro día se besaron. Fuerte, apasionadamente. Y rieron más, todavía. Pero a partir de ese momento empezaron las excusas de él. Cuando estaban juntos era igual que antes. Hasta que llegaba la hora de definir una intimidad que se hacía esperar. Ella entró en ansiedades adolescentes. Cada vez se decía: “Hoy tiene que ser. Hoy tiene que producirse”. Y se depilaba y estrenaba ropa interior y se perfumaba y se maquillaba y se subía a los tacos. Iba a los encuentros “como para ir de boda”, como dice el verso del Nano. Pero no. Cada vez era distinto pero cada vez era una nueva frustración. “Mañana me tengo que levantar muy temprano”, “estoy descompuesto”, “mi vieja está enferma”, “me duele la cabeza”… Las excusas eran variadas y a veces llegaban al disparate. Pero todo terminaba en risas porque eran muy compinches y solían reírse de cualquier cosa. Mucho reían. Todo era raro. No podían hablar del tema, tampoco dejar de verse ni de besarse ni de apasionarse el uno con el otro. Ni, mucho menos, de reir.
Ella empezó a construirse historias que le cerraban hasta el
momento de sentarse en el sillón de su analista. Ahí todo se desbarataba y lo
extraño se hacía visible. Ella misma no podía entender, cuando hablaba de estas
cosas en su análisis, cómo se resignaba a ese extraño padecimiento disfrazado
de” relación moderna”. Salía de sus sesiones desorientada y convencida de que en
el próximo encuentro o sucedía el amor o sucedía la charla. Pero nada. Todo se
repetía como un esquema preestablecido entre ellos. Ni sexo ni charla. Porque el amor sí sucedía.
Cuando la tensión por no charlar empezaba a ceder, terminaban a las risas enredadas con besos y abrazos. Y luego una nueva tensión en la despedida y un nuevo alivio de carcajadas. Un día, después de cenar en el departamento de ella, tirados en la cama mirando tele ella sintió que era ahora o nunca. Empezó a acariciarlo por debajo de la remera y a besarlo apasionada. Él respondía a la pasión. Jugaron, rodaron, se enredaron. Hasta que ella empezó a desabrocharle la bragueta. Él le frenó la mano, empezó a reírse y le dijo: “Hoy tampoco, podés creer. Tengo ladillas”. Ella se levantó como látigo en mano de diestro domador. Lo miró con furia. Intentó hablar pero solo pudo sonreír irónica y meterse en el baño. Cuando logró tomar coraje para salir, se encontró con el monoambiente vacío y sobre la cama una notita que decía: “Perdón. Te amo.” Se había ido. No podía creerlo. Y ella rió. Rió hasta quedarse dormida pero con la íntima seguridad de que no era risa lo que le estaba sucediendo.
Cuando la tensión por no charlar empezaba a ceder, terminaban a las risas enredadas con besos y abrazos. Y luego una nueva tensión en la despedida y un nuevo alivio de carcajadas. Un día, después de cenar en el departamento de ella, tirados en la cama mirando tele ella sintió que era ahora o nunca. Empezó a acariciarlo por debajo de la remera y a besarlo apasionada. Él respondía a la pasión. Jugaron, rodaron, se enredaron. Hasta que ella empezó a desabrocharle la bragueta. Él le frenó la mano, empezó a reírse y le dijo: “Hoy tampoco, podés creer. Tengo ladillas”. Ella se levantó como látigo en mano de diestro domador. Lo miró con furia. Intentó hablar pero solo pudo sonreír irónica y meterse en el baño. Cuando logró tomar coraje para salir, se encontró con el monoambiente vacío y sobre la cama una notita que decía: “Perdón. Te amo.” Se había ido. No podía creerlo. Y ella rió. Rió hasta quedarse dormida pero con la íntima seguridad de que no era risa lo que le estaba sucediendo.
Meses, varios, habían transcurrido desde aquel primer beso
apasionado que terminó con una guiñada desde el colectivo que lo llevaba a su
casa y una sonrisa entre cómplice y culpable. Meses. Casi un año.
Después del último episodio, fue su psicoanalista el que le dio el ultimátum. “Si para la
semana que viene no trae un panorama más claro, no venga”, dijo el lacaniano que
no aflojaba un tranco. “Es inútil trabajar así. Pierde el tiempo usted. Pierdo
el tiempo yo”.
Ese jueves lo invitó a almorzar a su departamento. Habían pasado 13 días desde aquella escena. Ella tenía
sesión a las 19.30 por lo que tenían tiempo de comer y luego había dos
opciones: o se mataban en la cama en una siesta enardecida o habría charla.
Porque ella quería ir a su sesión y quería llevar “un panorama más claro”. Ese día él tenía franco en su trabajo, por lo que aceptó gustoso.
Almorzaron, tomaron vino y rieron, por supuesto. Leyeron unos textos de
Lispector y ella buscó un poema de Anais Nin que le leyó desnudándose. Él
intentó cerrarle la camisa para cubrirle el pecho y ella se la arrancó de un
tirón quedando semidesnuda casi sobre su cara. Él la separó e intentó pararse y
ella lo empujó a la cama y se le tiró encima. Lo besó violentamente, le
inmovilizó los brazos y le frotó los pechos sobre la boca. Él intentaba pararla
entre risueño y firme. “Dejá de reírte”, dijo ella. "Haceme el amor. Te amo.
Necesito."Él balbuceó algo. “¿Qué?”, dijo ella tirándose hacia tras con mínimo gesto. “Que pares, que me escuches. He intentado decírtelo pero no he podido. Yo te amo. Pero no como vos a mí. Es otro tipo de amor. El que vos sentís por mí yo lo siento por un hombre. Estoy profundamente enamorado de un hombre. Pero no me animo a decírselo. Como tampoco me animaba a decirte esto a vos. No me gustan las mujeres. Aunque quiera, aunque me invente universos femeninos para amar, no puedo. Me gustan los hombres. Estoy enamorado de un hombre. Pero también te amo.” ... ...
Dijo todo de un tirón, gritando entre risas y lágrimas. Parándose y acomodándose la ropa. Fue jadeando hasta la mesa y bebió el vino que había quedado en su copa y luego el que había quedado en la de ella.
Ella había quedado sentada en la cama como una muñeca desarticulada. Sus ojos estaban tan abiertos que parecía que no iban a volver a pestañear. El silencio fue eterno. O ínfimo. Nunca lo supo. Cuando volvió a tomar aire largó una carcajada histérica y se tapó la cara. Y los dos rieron nuevamente. Y se abrazaron. Y se hicieron cosquillas. Y se repitieron varias veces "está todo bien", "no quiero perderte" "no vas a perderme" y rieron y rieron. Y se despidieron hasta mañana.
Y ella llegó riendo al consultorio.
Cuando fue dejando de llorar, muy de a poco, estiró sobre su falda el pañuelo rojo que estaba empapado de llanto y mocos. Levantó la cabeza lentamente y antes de abrir los ojos escuchó, como desde un túnel, que su analista le decía: "nos vemos la semana que viene".
Stella Matute - Mayo, 2015