viernes, 18 de marzo de 2016

EL SENTIDO DE ESTAR ACÁ

A Lautaro. 
Porque siempre de él se trata.

El día de otoño se vistió con las mejores galas de verano en horas de la tarde. En caravana fueron bajando a la playa, turistas y lugareños, sedientos de olas y arena.
Ella se distinguía por su blancura de invierno llenándose los ojos de horizonte sentada en un tronco abandonado en la orilla . Algo de su melancólica ansiedad enunciaba que estaba recién llegada y ávida de amplitud y silencio.
Sin alcanzar a decírselo a si misma comenzó a caminar hacia las olas. Un solo estremecimiento la detuvo en el frío del primer contacto con el agua. Bajó las manos y las hundió en la frescura, se mojó la cara y siguió caminando. Cruzó la primera rompiente y se dejó derribar por la ola más grande que encontró en su camino. Cruzó la segunda rompiente y se tiró de espaldas haciendo la plancha sobre un tramo de mar planchado. Abrió los brazos y se dejó acunar por la inmensidad.
El armado de una ola la elevó hacia el cielo y la zarandeó sin rumbo fijo. Se dejó llevar y desapareció en la espuma. Recién ahí, cuando pudo recuperar la estabilidad, miró hacia la orilla y midió su distancia en el diminuto tamaño de quienes disfrutaban de la arena jugando a la paleta, corriendo un perro o tomando sol. Fue entonces que supo de la extraña soledad que la habitaba. Nadie la miraba. Nadie la esperaba. Nadie se preocupaba por si ella se alejaba demasiado. Nadie sabía que ella estaba ahí, rodeada de la desmesura de agua ondulante. Una inmensa ola le pasó por encima y se vio en un canal de parto pariéndose a sí misma.
Sola. Naciente. Inaugural.
Pensó en su hijo. Siempre piensa en él frente a los grandes deseos o temores. Pensó en esa comunión de almas que la une al él en un para siempre impregnado de vida.
Pensó en su libertad y sus dolores. Los de él.
Pensó en su libertad y sus dolores. Los de ella.
Pensó en ese tiempo en que era imposible que su crío estuviera sin ella y en este tiempo en que casi nunca sabe dónde anda. En este día en que él no tiene idea en dónde está su madre.
Y está bien que así sea, intentó decirse.
Otra ola, violenta, le descontroló las piernas y la revolcó en sal y conchillas. Intentó pararse y no hacía pie. Dudó un segundo, o un milenio. No supo. Intentó dejarse hundir para patear el piso. No pudo. Miró hacia la costa y se dio cuenta de que algo involuntario la había alejado demasiado. "Si me desespero no vuelvo", logró pensar. Se relajó y se dejó hundir. Desde allí abajo empezó a nadar a favor de la corriente sólo cuando la corriente se lo permitía y se vio volviendo a tierra firme. Donde nadie la esperaba. Donde nadie se había enterado que ella estaba sin hacer pie. De pronto sus rodillas se clavaron en la arena. Apoyó las manos y se ayudó a pararse. El agua le llegaba por debajo de la cintura.
Caminó sorteando pozos y resistiendo a la fuerza del agua que ahora la empujaba desde atrás.
Se fue deshaciendo de las olas y de la sal. Con sus dos manos al mismo tiempo estiró hacia atrás su pelo y se refregó los ojos en claro gesto de aclarar la vista.
Giró y miró la inmensidad.
Y reafirmó en ese instante y para siempre que esa esencial soledad incomprensible y esa perfecta imperfección que la había devuelto a la playa tenía un único sentido desde sus ancestros hasta el infinito de futuro aconteceres: su descendencia.
 (16/03/16)

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