viernes, 3 de octubre de 2025

EL CHIQUITÍN

Cuando nací, “El Chiquitín” ya era de la familia. El perro de mi abuela. Una institución: cuzquito guardián, barullero, cariñoso y jefe de la pandilla. Si en casa de mi tío se carneaba, él lo sabía. Reunía a los perros del vecindario y se los llevaba a aprovechar las sobras, como un pequeño general de cuatro patas.

Mi abuela —madre de mi madre—un día cayó fulminada por un aneurisma. "Derrame cerebral", dijo el médico de la familia y sugirió no trasladarla: no había nada que hacer. "Mejor que muera en su casa", susurró, y todos acordaron. Se la acostó en su cama ancha, y comenzó la espera. El Chiquitín, inquieto, se metió debajo y ya no hubo forma de sacarlo. Él, que era un peluche viviente con nosotros, gruñía como una fiera si alguien intentaba moverlo. No comía, no salía, no se apartaba.

Al día siguiente, empezó a aullar. Mi madre, con la certeza de las mujeres sabias, dijo: “Él sabe”. Y así fue. Mi abuela murió al rato rodeada de sus amores, mientras El Chiquitín lloraba bajo su sombra.

Ni cuando llegaron los de la funeraria quiso moverse. “Déjenlo”, dijeron los hombres, y la familia salió del cuarto. Cuando volvieron a entrar, el cuerpo ya estaba en el cajón, y El Chiquitín salió solo. Comió, bebió, hizo sus cosas, y se acurrucó en su cucha. Pero cuando la habitación del velorio quedó armada, él regresó, esta vez debajo del ataúd. Y de allí no se movió hasta que mis tíos y mi padre trasladaron el féretro al coche fúnebre.

El cortejo comenzó a avanzar y El Chiquitín lo siguió trotando al lado. El cementerio quedaba lejos de la casa. Yo, con mis trece años y mi pena a cuestas, lo vi correr como si su deber fuera escoltarla hasta el final. El cortejo hizo varias paradas, pero cuando alguien intentaba subirlo a algún auto se alejaba, esquivo, para luego volver al trote, atado a su misión.

Se mantuvo al lado de la tumba mientras el ataúd descendía hacia la tierra definitiva. Aulló un par de veces acrecentando las lágrimas de la familia y una vez terminado todo, sin resistencia, subió al coche, y regresó acurrucado entre mi hermana y yo.

Entró a la casona y fue directo a su cucha. Nunca más entró al cuarto de la abuela. Y murió tres meses después.

Julio, 2025

martes, 26 de agosto de 2025

MACHUCONES DEL ALMA

Una vez una mujer dijo algo que se me quedó pegado al alma como esos silencios densos que no se van ni con el tiempo ni con las palabras. Fue después de una función de Fragmentos de un pianista violento, hace ya trece años. Estaba al borde del llanto. Dijo: “Viví catorce años con un violento. Ojalá me hubiera pegado. Hubiera sido más claro. Tal vez alguien me habría creído”.

Yo me quedé helada.

Después, cuando casi todos se iban, me acerqué. Hablamos. Me habló de las palizas invisibles. De los golpes que no dejan moretones en la piel pero sí en el alma. Me dijo —palabra más, palabra menos— que durante años le dolieron esos machucones internos que nadie veía.

En este tiempo —no importa por qué— recordé sus palabras. Y me vi. También yo conviví con un violento de guantes blancos. No alzó la mano. Pero me rompió por dentro. Me anuló. Me dejó sin voz y sin autoestima. Y entendí —recién ahora, recién ahora— que no sólo me hizo daño a mí. También a quienes me rodeaban. Porque presenciaron las humillaciones. Porque no sabían cómo defenderme. Porque los arrastró su sombra.

¿Por qué no me fui antes? Porque no pude. Me fui cuando pude. Lo entendí cuando pude. Lo conté cuando pude. Y cuando pude —también— empecé a mostrar esos golpes del alma. Como se puede mostrar lo invisible: con palabras.

Y las dije. En voz alta. Para quien quiera, o pueda, escucharlas. No fueron muches... pero hubo quienes escucharon y creyeron. 

No tiene remate. Porque todavía duele.

Pero al menos —ahora— sangra para afuera.

Stella Matute
Agosto, 2025

jueves, 30 de enero de 2025

Marcelo, Virginia y yo. La sangre te hace pariente pero la lealtad te hace familia

 

En los años oscuros de nuestra peor historia, el teatro nos juntó  como quien enciende una vela en la noche.” La Barraca” fue el refugio primero, aulas donde el arte nos cobijaba, nos protegía, nos acunaba. Y después vino la vida toda, con su oleaje de risas y lágrimas, de abrazos y olvidos, de caminos y laberintos. Marcelo y Virginia, nombres tatuados en la piel de mi tiempo, compañeros de escenas y de madrugadas, hermanos de brindis y desasosiegos.

Marcelo, con su risa ancha, su mirada clara y su abrazo de roble, es más que un amigo: es familia. El padrino de mi hijo que mi hijo llama tío, el cómplice que ha sabido estar cuando el mundo se inclinaba demasiado. Virginia, con su voz de brisa,  sus ojos que sostienen y su risa contagiosa ha sido puerto en más de un naufragio, faro en alguna niebla, bote generoso en mares turbulentos.

Nos han ofrecido resistencias, nos han querido separar, han sembrado sombras y dudas sobre nuestro vínculo, pero la verdad es terca como nosotros. Más allá de pretéritas distancias, de breves silencios inevitables, de desubicados malos entendidos, seguimos aquí, empecinados en querernos. Hemos compartido el pan y la ausencia, la euforia y el duelo, los júbilos y las derrotas.

Nuestra amistad sobrevive al tiempo,  no cede ante el viento. Es una casa sin cerrojos, una mesa siempre puesta. Y nosotros, Marcelo, Virginia y yo, seguimos sentados ahí, siempre en esa mesa brindando por lo que fuimos y por todo lo que aún nos queda por ser. Como tres imbatibles mosqueteros.

(Stella Matute, enero 2025)