Cuando nací, “El Chiquitín” ya era de la familia. El perro de mi abuela. Una institución: cuzquito guardián, barullero, cariñoso y jefe de la pandilla. Si en casa de mi tío se carneaba, él lo sabía. Reunía a los perros del vecindario y se los llevaba a aprovechar las sobras, como un pequeño general de cuatro patas.
Mi abuela —madre de mi madre—un día cayó fulminada por un aneurisma. "Derrame cerebral", dijo el médico de la familia y sugirió no trasladarla: no había nada que hacer. "Mejor que muera en su casa", susurró, y todos acordaron. Se la acostó en su cama ancha, y comenzó la espera. El Chiquitín, inquieto, se metió debajo y ya no hubo forma de sacarlo. Él, que era un peluche viviente con nosotros, gruñía como una fiera si alguien intentaba moverlo. No comía, no salía, no se apartaba.
Al día siguiente, empezó a aullar. Mi madre, con la certeza de las mujeres sabias, dijo: “Él sabe”. Y así fue. Mi abuela murió al rato rodeada de sus amores, mientras El Chiquitín lloraba bajo su sombra.
Ni cuando llegaron los de la funeraria quiso moverse. “Déjenlo”, dijeron los hombres, y la familia salió del cuarto. Cuando volvieron a entrar, el cuerpo ya estaba en el cajón, y El Chiquitín salió solo. Comió, bebió, hizo sus cosas, y se acurrucó en su cucha. Pero cuando la habitación del velorio quedó armada, él regresó, esta vez debajo del ataúd. Y de allí no se movió hasta que mis tíos y mi padre trasladaron el féretro al coche fúnebre.
El cortejo comenzó a avanzar y El Chiquitín lo siguió trotando al lado. El cementerio quedaba lejos de la casa. Yo, con mis trece años y mi pena a cuestas, lo vi correr como si su deber fuera escoltarla hasta el final. El cortejo hizo varias paradas, pero cuando alguien intentaba subirlo a algún auto se alejaba, esquivo, para luego volver al trote, atado a su misión.
Se mantuvo al lado de la tumba mientras el ataúd descendía hacia la tierra definitiva. Aulló un par de veces acrecentando las lágrimas de la familia y una vez terminado todo, sin resistencia, subió al coche, y regresó acurrucado entre mi hermana y yo.
Entró a la casona y fue directo a su cucha. Nunca más entró al cuarto de la abuela. Y murió tres meses después.
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