Los
años pasan, sí, la vida no:
el
mundo estalla hermoso alrededor.
(Silvio
Rodriguez)
Aquél 19 de enero se presentaba raro. Colmado
de mar y amor, mas sin el añorado barullo familiar de otros tiempos. Yo miraba
de reojo al año recién inaugurado. Era bisiesto, y ya se sabe... Se anunciaba intenso y revoloteaba cierto
clima premonitorio de lamento.
Se presentaba atípico aquél 19 de enero. Y
allá fui hacia el brindis obligado, e imprescindible, de burbujas y risas. De
emociones y deseos. De amores y carencias.
Empecé a caminar por el alero de mi carta
astral ignorando que mi revolución solar se libraría con artillería pesada sin
respiro...
Ese mayo mi hijo, hijo mío, amado ser, se
procuró un aladelta invisible, corrió por la explanada de la infancia, tomó
envión en la cornisa adolescente, pegó un salto sin red y voló radiante hacia
la vida adulta. Desplegó sus alas “mi chiquito” y abandonó el nido sin mirar
atrás... y lo bien que hizo. ¡Y qué bien lo hizo!
También en aquel mayo un amigo estuvo a punto
de morir pero ganó el milagro de la vida y hoy su voz es una fiesta bulliciosa,
su abrazo una celebración inabarcable y el doliente pasillo de ese mal, un mal
recuerdo.
En agosto, maldito agosto, mi hermana, hermana
mía, se fue y yo morí para resucitar un rato luego aullando su nombre hacia la
nada. Delia ya no está, ni estará y yo seguiré aullando en un camposanto de
palabras que sudan el deseo de su aliento...
En setiembre una amiga no entendió, o entendió
mal, y me quitó su confianza dejándome huérfana de su fraterno amor cuando yo
más lo adolecía...
La ausencia me plagó de ausencias y no hay
fumigador que la controle, así parece...
Noviembre sin embargo, en una bocanada de
alivio nos trajo a Julia, y fue júbilo sentenciando variación de la rutina...
Y ese noviembre, también, me convirtió al
escenario en un espacio de respiro, regalándole las bodas de oro a mis estrenos.
En diciembre dos amigos entendieron y
ampliaron generosamente su mesa navideña ampliando así mi familia para siempre.
En diciembre, también, regresé al terruño y me
entero que ya no soy de aquí pero tampoco de allá... Que ya no me siento
sanrafaelina aunque lo soy ni soy porteña aunque me sienta... Entendí que el
desarraigo tiene un principio pero adeuda los finales...
Durante todo ese año mi compañero me escoltó
desde el rincón de la ternura intentando achicar el abismo que me separó del
mundo. Y su amor renueva el mío cada día y su mirada vigila mis fracturados
polos.
El año terminó con un brindis ceremonial y el
sendero hacia las nuevas efemérides comenzó entre risas y lágrimas; entre
fuegos de artificios sobre un cielo que tiene el exacto diseño de la infancia;
con muchos achuchones cariñosos, algunos apretados, otros suspendidos; y un
sinfin de promesas a cumplir, internas e intensas.
De los pocos privilegios que tiene cumplir
años en enero se cuenta el de poder mezclar el balance del propio calendario
con el del almanaque gregoriano del planeta.
Aquél 19 de enero fue hace un año que es un
siglo, una era, un instante.
Y aquí estoy más paciente y más intolerante;
más fuerte y más doliente; más expuesta y protegida; más madura y vulnerable.
En un año aprendí (o confirmé) que la libertad
a veces duele mucho; que la orfandad genera ira; que no hay nada más sanador
que la presencia del otro; que el alivio se encuentra en los ojos del hijo; que
no tenemos más casa que nosotros mismos; que los objetos ayudan a ordenar
recuerdos pero la infancia no está ni en el mantel perdido de la vieja ni en la
puerta de la casa de la abuela ni en ese libro añejamente dedicado; que la
memoria es el sexto sentido y a veces falla, como el olfato; que un “no” puede
lastimar más que una paliza lo mismo que
una falsa acusación; que “nadie” es una ilusión y “alguien” una esperanza; que
un duelo es una agonía solitaria; que lo insoportable no existe porque se
soporta; que para renacer es necesario morir un poco; que el “sinsentido” puede
tener aún menos sentido; que no puedo alejarme de mí aunque lo intente...
Y levantando la copa porque el
brindis, ya lo dije, es obligatorio y necesario (aunque lo atraviese lo agrio
de la pena), anhelaré un tránsito un poco más sereno, sin tanto sobresalto. Que
el sol alumbre menos muros y más mesas; que la luna me traiga más ideales y
menos ideas; que alguna fiesta me ilumine el luto; que el insomnio sea de amor
y no de llanto; que me surjan esperanzas adicionales; que me sorprendan más
palabras que silencios; que los amigos me “pacienten”; que a los reproches los
reemplacen los encuentros; que los sueños destituyan pesadillas; que sobre los
“yo” se impongan los “nosotros”; que a las lágrimas les ganen las caricias; que
me crezca más coraje y menos miedo.
19 de
enero, 2013