En mi San Rafael
natal, por allá por los inicios de los ´70, instalaron en una esquina un
“tobogán gigante”. Una especie de gran deslizadero artificial por el que las
personas se dejaban resbalar por diversión sobre una mole descomunal y de
altísimas curvas.
Muy pronto se puso
de moda y fue, durante algún tiempo, el más bullicioso punto de encuentro de
amigxs adolescentonxs... Allá íbamos con mis hermanxs y todxs mis primxs. Yo
era la menor y me llevaban no porque querían sino porque lxs obligaban lxs
adultxs de la familia en gran alarde de psicopedagogía...
Era un extraño
entretenimiento en el que había más miedo y vértigo que placer... o por lo
menos así era para mí. Una explosiva mezcla de miedo y alegría difícil de
soportar.
Delia ya vivía en
Buenos Aires en aquel momento, pero fui con ella un par de veces cuando andaba
por allá vacacionando... Fueron esas las pocas oportunidades en que me sentí
segura sobre esa raída alfombra que nos permitía deslizarnos por los acentuados
vaivenes del coloso. Delia, como siempre, comprendía mi miedo y me daba el
aliento necesario y respetuoso que yo necesitaba. Mis primxs, y ni hablar de mi
hermano, solían reírse y burlarse de mi susto y obligarme a “ir adelante” que
era lo que menos me gustaba (yo nunca me tiraba sola). Así se vengaban de mi
obligada presencia... Y yo hacía como que no me importaba.
Estos últimos once
meses de mi vida han sido como aquellas tiradas por el “tobogán gigante”...
pero agigantado.
He vuelto a sentir
aquel mismo vuelco en la boca del estómago que me dejaba sin aliento cuando esa
montaña enloquecida se desplegaba a mis pies y allá en lo alto me sentaba en la
estera roñosa para iniciar el salto.
Ha retornado a esa
sensación de acrofobia mezclada con la risa de la diversión.
Descomunal
sensación que no tiene nombre.
En estos once meses
he llorado cada noche antes de dormir (también en muchas madrugadas). Pero he
tenido a la par la emoción de premios.
He convivido a
diario con la desgarradora tristeza mezclada con la alegría, por ejemplo, del
nacimiento de sobrinxs-nietxs.
Han ido de la mano las ganas de seguir durmiendo
con la ilusión de nuevos proyectos; el frío de la ausencia con el abrazo amigo.
Se han codeado mis
peores fantasmas con las concreciones de mi retoño y los sueños de mi
compañero...
Han cohabitado las
más oscuras fantasías y las más radiantes ilusiones.
He insultado al
universo desgarrada de dolor. Pero también he cantado, he leído poesía, he
estrenado un vestido.
He quedado
estaqueada en una esquina creyendo ver a Delia en la vereda de enfrente. Y he
descubierto que se puede estar paralizada y seguir caminando.
He querido detener
el tiempo y he rogado que pase pronto.
He quedado atónita
marcando su número de teléfono en reflejo inconsciente del deseo, y he recibido
llamados del reino de la maravilla.
He atravesado
oscuridades desconocidas y al mismo tiempo he estado iluminada.
He asistido al
derrumbe de mi alma hasta el fondo de sí mismo y casi de inmediato lo he visto
renacer en esperanzas.
Intensas y
violentas sensaciones.
Me he culpado por
sonreír y al rato he reído a carcajadas.
Así de extremo este
tránsito sin descanso que me lleva del temor a la audacia y del destierro de mi
ánima al centro de mi yo resucitado.
Como en aquel niño
sentir de mi pasado. Cuando necesitaba ese abrazo para dejarme caer confiada
hacia el vacío. Nada ha cambiado desde entonces. Sigo necesitando aquel abrazo
fraterno y fundacional que supo sostenerme, aquel abrazo irreemplazable, aquel
abrazo acunador y respetuoso de toda mi sorpresa. Y no lo tengo. Entonces me lo
invento. Llega ahora amasado desde adentro y rehecho en quien entiende. Vuelve
en recuerdos, en añejos regalos, en preciados objetos, en fotos bien guardadas
, en tesoros de papel amarillento.
Once meses de
“tobogán gigante” sin ese abrazo. Y a la vez sostenidos por el mullido
colchoncito de nuevas huellas y un sin fin de promesas a cumplirse. Entonces me
deslizo, ya sola y sin reversa, por los desniveles pronunciados de una vida sin
Delia.
Pienso en ella cada
noche, cada mañana, cada día. La necesito, la requiero. La convoco y la invoco.
Pero el tiempo va pasando aunque lo niegue, aunque me emperre en detenerlo. Y
dicen que es el tiempo “el gran regulador de todo”. Eso dice mi Sofía*... Y ha
de estar en lo cierto.
13-7-13
(a once
meses de la ausencia)
*Sofía es mi personaje en "Más frágil que el silencio", de Daniel Zaballa.
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