"La harina debe estar tamizada", decía mi madre, y
ella casi siempre sabía lo que decía. Pero yo intuyo que lo mejor es tener el
alma tamizada. Si no es imposible. O por lo menos para mi hubiera sido
imposible. Hube de tamizar dolores, lagrimeos y sollozos para poder meter las
manos en la masa.
Un poco de harina, tamizada por supuesto, y cien recuerdos;
ocho cucharadas de grasa y mil imágenes; agua tibia con sal a gusto y aquel
perfume dulzón del heno de pravia.
Imprescindible la melancolía de la lluvia y necesario este
frío que congela. Requerida la visita del retoño e ineludible la emocionada
mirada del siempre compañero. Descuelgo la negra sartén de edad antigua, sin
nada de cerámica y teflones, teñida con el fuego de otros tiempos.
Quizás queden saladas de mis lágrimas, estas a las que hoy
me animo. Quizás queden pringosas de carencias. O tal vez empalagosas de
morriñas.
Pero ya es hora. Porque ya no están quienes lo hacían.
Y amaso hasta oler aquel olor y encuentro el punto justo en
la fritura.
Y se parecen.
Les falta sólo aquel bullicio alrededor, aquel sonido a
familia numerosa.
Pero el hijo sonríe tiernamente y el compañero acompaña con
recuerdos a sus sabores propios.
Entonces las descubro. Mi abuela, mi madre y mi hermanucha
me miran sonrientes haciendo equilibrio desde el alto estante de tesoros. Se me
antojan orgullosas de esta "menor" que, resistente, se va diplomando
de cabeza de familia.
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