Vino primero un veinticuatro que aguijoneó con la pronta finitud de mi padre en un diagnóstico terminal que heló la mendocina helada.
Luego hubo un nueve que me subió a un tren con destino a rascacielos aplastando la nariz en la ventanilla desde donde fueron perdiéndose los amigos con las manos en alto.
Un zarpazo de garra sobre el vientre rompió una bolsa vital un dieciocho naciendo al mundo al más pequeñito de todos los titanes que no pudo con tanto aliento y se fue despacito un veintiséis dejando rota la ternura y rebalsada leche amarga en inútiles pezones. Un llanto todo sobrevino aquel agosto de lunas rotas.
Pero más tarde y tan temprano llegó ese cinco alevoso y traicionero de flujos errados sin destino. Un cinco que dejó sin lágrimas al tiempo fuera del tiempo hasta el trece más trece de los trece. Entre ese cinco y ese trece la vida se volvió un para siempre sin hermana.
Tristes efemérides de agosto.
Un enero primal y adelantado me asaltó con premonición endemoniada. “Moriré en agosto” redacté en el diario adolescente. Y fue cierto. Todas mis muertes han sido en el octavo mes.
Será, tal vez, que representa al infinito.
5-8-2015
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