Hace un par de días un par de horas ocho siglos veinte minutos cuatro semanas recién hoy mañana, tiré las cenizas de mi hermano. Fue una decisión voluntaria pero marcada por un mandato milenario, un ordenamiento sagrado de linajes. “Me toca a mí” vibraba mi cuerpo todo, caminando hacia el río mientras mi mano derecha sostenía el extraño peso del cuerpo todo de mi hermano comprimido en esa inabarcable y minúscula cajita. Mi hermano murió el mismo día del cumpleaños de mi madre y eso fue para mí una certera señal de que era –es- imprescindible sanar heridas, enfrentar terrores y exorcizar de una vez y para siempre el explosivo demonio creado en el arista de un abismo familar.
Nunca imaginé que “me tocaría” la íntima y titánica tarea de arrojar –sola- las cenizas de mi madre y luego hacer lo mismo –sola- con los restos de ese hermano odiado y amado en igual medida. Pero bien sé que llevo milenios de genealogías inimaginables; de volantazos violentos en mi historia. Elegí el mismo lugar donde–también en desamparada ceremonia- despedí los restos de mi vieja, quien le comprendió con su vida todas las miserias que él supo desplegar como retazos de muerte. José Luis desde muy niño estuvo habitado por oscuros laberintos, poblado por cuevas indescifrables, llenito de rincones tenebrosos cercados con alambres de púas. Incurables curvas hacia el daño. De otros y de sí mismos.
Me senté en un banco bajo un techo celeste y diáfano cruzado por el brillo de un sol incuestionable, rodeada de indiferencia ciudadana. Miré el paisaje intentando dejarme traspasar por una liturgia celebratoria del divino oficio que volvía a encarar. Divino por divinidad, por si hace falta aclararlo. Miré el puente, la baranda, el río. Calculé la distancia que habría entre mis manos y el agua cuando desenvolviera el insondable paquete, medí el viento, me detuve en los pasos de los transeúntes desprevenidos, intenté imaginar sus pensamientos… Una paloma se posó a mi lado y me miró. Es el momento, me dije. Me paré y caminé sin dudar hasta el centro del pasamanos. Abrí la bolsa y un rezo de la infancia me tembló en el pecho. La lluvia de cenizas cayó obediente desparramándose sobre el río marrón como una alfombra recién sacudida. Ni bien dejé de verlas, una cruz hecha de dos maderos negros apareció por abajo del puente navegando en la corriente hacia el horizonte. Un temblor me estremeció desde la nuca a los talones. Levanté la vista y tres pequeñas golondrinas aparecieron de la nada y revolotearon frente a mis ojos secos de lágrimas y bañados en recuerdos. Fue así aunque parezca mentira. Volví a mirar el agua. Ya no había ninguna marca. Ya todo era como hace un rato y nada volvería a ser igual. José Luis ya navegaba en las mismas aguas de su madre, que también fue la mía. El café con leche en la mesa grande de la mañana, las cosquillitas en la espalda, las chiquilladas compartidas, la hamaca de sus manos, la carrera hasta la heladera para tomar agua fresca, el avioncito vertiginoso colgada de sus brazos, el mate cocido con tortas fritas, sus clases de ajedrez para ganarme, sus revistas El Gráfico, sus travesuras desde el techo del galpón del fondo, el sanguche de salame con manteca, mis gatos y sus perros, su risa pícara con un toque siempre de malicia, su torpeza para bailar, su tristeza –también siempre- disfrazada de rencores… Todo ese tsunami de recuerdos le ganó al tirano, al violento, al que nunca se entendió por qué. Ahí, en ese momento, se deshizo el dique y las aguas del Nihuil, del Valle Grande, del Atuel, del Diamante encontraron cauce en mi cara con su fuerza de montañas. Y ahí, en ese momento, decidí quedarme eternamente, desde antes hasta siempre, con el mejor de los recuerdos, con esa foto colgadita de sus brazos, confiada, riendo, con la pureza de mi cuerpito niña disfrutando de ese upa fraternal, totalmente indiferente a los peligros, ignorando que había maldad en algunos de sus actos. Creo, ahora estoy segura, que en el principio él tampoco lo sabía. Me subo a esa creencia y me acuno en ella. La mano de mi madre nos acaricia a los dos la cabeza. Mi padre lo recibe emocionado y mi hermana, mi luminosa hermana, le palmea la espalda y le revuelve el pelo. Mi abuela lo reta un poco con su tierna severidad gallega.
Me dejo llevar remando sobre esa cruz de maderos negros que libera, que mece. Navego, porque navegar es preciso, hacia esa foto familiar con la terca y extravagante esperanza de que alguna vez volvamos a encontrarnos para escribir una mejor historia.
Tal vez sea todo eso lo que abarque aquello sagrado de los cuerpos capaces de curar todas las heridas.
SM - Abril, 2021
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