sábado, 31 de marzo de 2018

El recuerdo de aquellas Pascuas

En un inesperado, e inevitable, paseo por los senderos de la memoria descubro que mis recuerdos de las Pascuas están asociados a mis sentidos. Un mes antes ya empezaba a escucharse hablar, ruidosamente, de la Semana Santa. Para mi padre era imprescindible organizar el encargo del bacalao en “la tienda ramos generales de los gallegos camino a Alvear que sin duda alguna tienen el mejor porque sus familiares lo traen de la España misma no se puede comparar”
A mí siempre me costó entender el significado de esos días tan raros. El jueves era el más incomprensible. El viernes me metía miedo. El rayo divino te castigaría si comías carne, si tenías malos pensamientos, si no rezabas, si no ibas a la iglesia bien temprano. Me aterraban esas imágenes cubiertas con telas negras que naturalmente me hacían bajar la mirada para no faltarles el respeto… porque eso también podía ser castigado. Durante el tiempo que duraba esa misa me preguntaba todo el tiempo si no estaría yo teniendo malos pensamientos mientras escuchaba los resoplidos entre aburridos y enojosos de mi madre. Años después supe que a ella también la obligaba la obligación de los viernes santos. Me llenaba de tristeza, y miedo, que si prendíamos la radio sólo se escuchaba una música muy triste que con el tiempo supe que era “música sacra”. La vida se ponía en tristes tonos de grises, los viernes santos. Lo único que mitigaba la tristeza y el miedo era pensar en las deliciosas empanadas de verdura, y de pescado que nos esperaban en lacasadela´buela.
El sábado de gloria era día de preparativos. Las cocinas familiares derramaban una lujuria de perfumes a buena mesa. En lacasadela´buela todo olía a pescado y pimentón, desde el galpón del tío José llegaba el inconfundible efluvio del hasta ayer pecaminoso jaleo de carnes asadas, en lo de la Julia los jugosísimos pasteles de carne (empanadas fritas, dicen los porteños), en lo la Ana los rosquitos, bizcochuelos y postres, y en la mía reinaba el olor a choclo que mi madre desgranaba uno a uno para las humitas. Todo era cocina para que el domingo de Pacuas fuera un perfecto festín de sabores.
Ese día, el domingo de Pascuas, mis hermanos y yo siempre estrenábamos alguna ropa recién salida de la Singer de la mami, que parecía tener vida propia bajo sus pies y su mirada…
En este rosedal de mis recuerdos no hay Pascuas sin sol. Todo era luminoso en ese día. Todo se vestía de colores. Los ojos viejos de mi abuela brillaban de otro modo y toda ella se permitía la ternura. Los rincones de su patio emaparrado eran la guarida de los codiciados huevos de Pascuas que ella misma se encargaba de identificar con el nombre de cada nieto con su letra grandota y desprolija, y esconderlos cuidadosamente. Mis hermanxs , mis primxs y yo fingíamos durante rato no saber dónde estaban y ella fingía que nos creía. En mis años más niños, obvio, la que me ayudaba a encontrar el mío era Delia. Y después, cuando ella, la Delia, se vino a vivir a Buenos Aires, un momento decisivo de la jornada era el horario de ir a la telefónica a hacer el llamado a la Capital. La ansiedad alrededor de ese enorme teléfono negro inundaba en gritos, risas y lágrimas. “Adiós, hija querida” decía mi padre en voz baja cuando la horquilla ya había hecho silenciar la extrañada voz de mi hermana; y volvíamos a lacasadela´buela en silencio, disimulando las lágrimas. Bah, ellos disimulaban. Yo hacía gala de mi niñez llorando desbordada.
El día se extendía hasta pasada la cena con los hombres jugando al truco mientras discutían de política, las quejas de las mujeres, el juego de lasescondidas de las chicas y las travesuras de los chicos que hacían enojar a los vecinos. Y la obligada repartija de comida que duraba días.
Cuando partió mi abuela y a los dos años la siguió mi padre costó recomponer la celebración del domingo de Pascuas. Para mi madre era importante y lo armábamos como podíamos. Cuando fueron creciendo las nietas, mis sobrinas, algo de aquel espíritu se recuperó. A falta de patio emparrado, mi madre escondía los huevitos en los cajones de su máquina de coser (aquella misma Singer de la vida propia) o entre las cacerolas en los estantes de la cocina. Luego se sumó Baltazar, mi sobrino, y por último Lautaro, mi hijo, que fue el que menos disfrutó de ese rito.
Sigo sin comprender mucho qué significan estos días, pero me siguen inquietando como en la infancia…
En el 2012 la Pascua cayó para el 8 de abril. Mi madre se había despedido de la vida tres años antes, pero logramos la reunión de la familia (con una -única- ausencia obvia, esperada y previsible). Estuvimos todas y todos quienes éramos la familia en ese momento. Fue en lacasadeladelia, por supuesto. La casa de mi hermana toda. La casaútero de Delia… No fue un almuerzo, fue una merienda. Había comida como para un centenar de personas pero debíamos ser menos de veinte. Estábamos todas y todos y eso nos sorprendía y nos emocionaba. Había un agregado al festejo. Guady acababa de anunciar que estaba embarazada y eso vestía a la Pascua de verdadero milagro. Las presencias de Valentín, Lisandro y Camilo (mis tres primeros sobrinos nietos) aportaron la cuota de niñez imprescindible. Hubo muchos abrazos, risas y lágrimas… Y codiciados huevitos, que no tuvieron escondite pero sí mucha ternura. Fue una tarde muy parecida a aquellas Pascuas de mi infancia. Nada, absolutamente nada, nos podía hacer pensar que un zarpazo brutal estaba cerca y esa sería la última Pascua en familia numerosa reunida alrededor de una mesa.
Extraño mucho aquellas ceremonias familiares…


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