Viví toda mi infancia y mi adolescencia frente al Colegio
Marista del pueblo donde nací. El misterio de ese lugar resultaba atractivo y
temeroso. Las paredes altas y oscuras, las rejas y las ligustrinas no permitían
mirar hacia adentro pero yo siempre intentaba encontrar algún agujerito para
espiar. No veía nada interesante. Un patio lúgubre, algún cura que lo cruzaba y muchachitos
vestidos de saco azul y pantalón gris eran siempre una invitación a la
travesura.
Un día, en un accidente de auto se mató el hijo del dueño de
la Cochería Chinchenio, una de las dos
cocherías fúnebres del pueblo. Era un chico muy joven. “Los Chinchenios”, como los llamaban
comúnmente, era una de las familias más conocidas y adineradas del lugar. La
conmoción atravesó a toda la población. No se hablaba de otra cosa. El
muchachito estudiaba, justamente, en el Colegio Marista y se supo que el
cortejo fúnebre pasaría por allí y se detendría para un responso. En el barrio
estaban inquietos hasta los árboles. Mi madre se vistió de negro y me puso un
moño del mismo color en el brazo. Yo tenía doce años y la idea de entrar a esa
escuela de varones, tantas veces espiada, me inquietaba la sangre. Cuando por
la ventana de casa se escuchó el paso rítmico de unos caballos salimos a la
calle. Una carroza blanca, muy lujosa, tirada por cuatro caballos blancos cargaba
un cajón blanco con ribetes dorados. También a paso rítmico seis hombres se
acercaron al carruaje y en unas maniobras extrañas bajaron el ataúd. El
silencio era sepulcral, valga la palabra. El portón del patio del colegio se
abrió lentamente. Familiares, amigos y curiosos fuimos entrando detrás. Todo
era negro. Sotanas, sacos, pantalones, vestidos, cortinados, pañuelos,
crespones. Todo. Salvo ese cajón lujoso que brillaba aún más en su blanco
dentro de ese escenario. Yo miraba todo inaugurando miradas. El patio me
pareció más chico que lo que veía desde el agujerito de la ligustrina. Pero los
curas me parecieron más serios y circunspectos. Se escuchaban sollozos y
llantos ahogados. Hasta que en un momento, como un relámpago indomable, la
madre del chico, la esposa del dueño de la cochería, la señora de Chinchenio, se
derrumbó sobre el ataúd agitando los brazos y gritando en alarido: “¡Sé bien
que este es un castigo de Dios por haber sido la amante de José Gómez!”
El tiempo se detuvo. Daba la sensación de que nadie
respiraba. Lo negro se volvió más negro y el patio se volvió baldosa.
Mi madre apretó mi mano y levanté la cabeza hacia sus ojos.
Estaba muy pálida y me miraba como si yo no estuviera. “Mamá…” balbuceé muy
bajito. Ella se llevó el dedo índice a sus labios pidiéndome silencio y como si
no hubiéramos escuchado dijo “¡Vamos!”, en un susurro imperativo y ensordecedor.
Dimos media vuelta y comenzamos el recorrido hacia el portón que ahora me
parecía más alto y más oscuro. Vislumbré
por el rabillo de mis ojos que nadie nos miraba pero éramos el centro de todas
las atenciones. Hasta los pájaros habían detenido su vuelo. Ya en la calle, mi
casa en la vereda de enfrente parecía un oasis en un desierto infinito.
Cruzamos y ahí escuché el primer llanto de mi madre que duró días, semanas,
meses.
José Gómez fue mi padre. Murió unos años después. Y aunque
nunca entendí por qué, el servicio fúnebre estuvo a cargo de la Cochería
Chinchenio.
Mi madre nunca más
volvió a hablarle a mi padre después de ese día. Y yo no volví a entrar al patio del Colegio Marista.
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