viernes, 21 de enero de 2022

Pueblo chico...

 

Viví toda mi infancia y mi adolescencia frente al Colegio Marista del pueblo donde nací. El misterio de ese lugar resultaba atractivo y temeroso. Las paredes altas y oscuras, las rejas y las ligustrinas no permitían mirar hacia adentro pero yo siempre intentaba encontrar algún agujerito para espiar. No veía nada interesante. Un patio lúgubre,  algún cura que lo cruzaba y muchachitos vestidos de saco azul y pantalón gris eran siempre una invitación a la travesura.

Un día, en un accidente de auto se mató el hijo del dueño de la Cochería Chinchenio,  una de las dos cocherías fúnebres del pueblo. Era un chico muy joven.  “Los Chinchenios”, como los llamaban comúnmente, era una de las familias más conocidas y adineradas del lugar. La conmoción atravesó a toda la población. No se hablaba de otra cosa. El muchachito estudiaba, justamente, en el Colegio Marista y se supo que el cortejo fúnebre pasaría por allí y se detendría para un responso. En el barrio estaban inquietos hasta los árboles. Mi madre se vistió de negro y me puso un moño del mismo color en el brazo. Yo tenía doce años y la idea de entrar a esa escuela de varones, tantas veces espiada, me inquietaba la sangre. Cuando por la ventana de casa se escuchó el paso rítmico de unos caballos salimos a la calle. Una carroza blanca, muy lujosa, tirada por cuatro caballos blancos cargaba un cajón blanco con ribetes dorados. También a paso rítmico seis hombres se acercaron al carruaje y en unas maniobras extrañas bajaron el ataúd. El silencio era sepulcral, valga la palabra. El portón del patio del colegio se abrió lentamente. Familiares, amigos y curiosos fuimos entrando detrás. Todo era negro. Sotanas, sacos, pantalones, vestidos, cortinados, pañuelos, crespones. Todo. Salvo ese cajón lujoso que brillaba aún más en su blanco dentro de ese escenario. Yo miraba todo inaugurando miradas. El patio me pareció más chico que lo que veía desde el agujerito de la ligustrina. Pero los curas me parecieron más serios y circunspectos. Se escuchaban sollozos y llantos ahogados. Hasta que en un momento, como un relámpago indomable, la madre del chico, la esposa del dueño de la cochería, la señora de Chinchenio, se derrumbó sobre el ataúd agitando los brazos y gritando en alarido: “¡Sé bien que este es un castigo de Dios por haber sido la amante de José Gómez!”

El tiempo se detuvo. Daba la sensación de que nadie respiraba. Lo negro se volvió más negro y el patio se volvió baldosa. 

Mi madre apretó mi mano y levanté la cabeza hacia sus ojos. Estaba muy pálida y me miraba como si yo no estuviera. “Mamá…” balbuceé muy bajito. Ella se llevó el dedo índice a sus labios pidiéndome silencio y como si no hubiéramos escuchado dijo “¡Vamos!”, en un susurro imperativo y ensordecedor. Dimos media vuelta y comenzamos el recorrido hacia el portón que ahora me parecía más alto y más oscuro.  Vislumbré por el rabillo de mis ojos que nadie nos miraba pero éramos el centro de todas las atenciones. Hasta los pájaros habían detenido su vuelo. Ya en la calle, mi casa en la vereda de enfrente parecía un oasis en un desierto infinito. Cruzamos y ahí escuché el primer llanto de mi madre que duró días, semanas, meses.

José Gómez fue mi padre. Murió unos años después. Y aunque nunca entendí por qué, el servicio fúnebre estuvo a cargo de la Cochería Chinchenio.

Mi  madre nunca más volvió a hablarle a mi padre después de ese día. Y yo no  volví a entrar al patio del Colegio Marista.

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