Yo no fui al jardín de infantes. En mi tiempo, qué horror,
no existía. O tal vez era porque en un pueblo las cosas eran distintas, no sé
bien. La cosa es que entré directo a primer grado. Siempre fui obediente y
aplicada así que no hubo ningún tipo de jornadas de adaptación. La mano de mi
madre me llevó hasta la puerta del aula, me dio un beso rápido en la frente y
entré. La señorita me indicó dónde sentarme. Tenía un nudo en la panza, como si
tuviera hambre. Pero hambre no tenía.
Un día al poco tiempo, cuando salí de la escuela nadie me
esperaba. Miré desde lo alto de la escalera de entrada y no, ni mi hermana ni
mi madre. Me senté en unos de los escalones y abrí el maletín sin por qué
alguno. Miré en el interior y volví a cerrarlo. Miré al cielo y vi pedacitos de
cielo entre las ramas de los árboles. Bajé hasta la vereda recién barrida por
Don López, el portero, y pateé una hoja rebelde del plátano altísimo al borde
de la acequia. Giré hacia la avenida. Nadie. Miré al quiosquero que me miraba
desde la altura de su ventanita. Siempre me asustaron los ojos de ese hombre a
pesar de las burlas de mi hermana que era la que me compraba las golosinas para
el recreo. “Es bueno”, me decía. Y yo callaba.
Volví a las escaleras y ví mi maletín. Las subí saltando y
me gustó el juego. Bajé en un pie y subí en el otro. Bajé de dos en dos e
intenté subir de tres en tres pero no pude. Me senté de nuevo y volvió aquel
nudo en la panza del primer día. Tampoco tenía hambre ahora. Una mano en la
cabeza me hizo subir los ojos, esperanzándome. Pero era el quiosquero. Me puse
a llorar. “Se olvidaron de venir a buscarte, chiquita”, dijo. Vení que yo te
llevo a tu casa y sin que yo pudiera hacer nada me tomó de la mano. Siempre fui
obediente. Su mano rasposa apretaba firme la mía. Yo lloraba en silencio y con
la cabeza baja. Él hablaba pero su voz llegaba desde tan lejos que yo no podía escucharlo.
Caminamos kilómetros que fueron las cuatro cuadras que separaban la escuela de
mi casa. Cuando me di cuenta de que estaba ahí quise soltarme pero él me retuvo
hasta que salió mi madre sorprendida. “No sé cómo agradecerle. Yo estaba segura
de que mi hija mayor iría a buscarla”, dijo mientras me secaba las lágrimas con
su delantal de cocina. “Agradecele a don Héctor”, me ordenó. Yo balbucée un
gracias y salí corriendo hacia dentro. Cuando al rato mi hermana llegó a casa
dijo estar segura de que mi madre había asegurado que ella era la que me retiraba
ese día. Al día siguiente los ojos de ese hombre me parecieron buenos y su
guiño me hizo sonreír. Yo misma le pedí mi Rodhesia diaria.
Stella Matute - Atlético de Escritura 2022
No hay comentarios:
Publicar un comentario