viernes, 21 de enero de 2022

 

Yo no fui al jardín de infantes. En mi tiempo, qué horror, no existía. O tal vez era porque en un pueblo las cosas eran distintas, no sé bien. La cosa es que entré directo a primer grado. Siempre fui obediente y aplicada así que no hubo ningún tipo de jornadas de adaptación. La mano de mi madre me llevó hasta la puerta del aula, me dio un beso rápido en la frente y entré. La señorita me indicó dónde sentarme. Tenía un nudo en la panza, como si tuviera hambre. Pero hambre no tenía.

Un día al poco tiempo, cuando salí de la escuela nadie me esperaba. Miré desde lo alto de la escalera de entrada y no, ni mi hermana ni mi madre. Me senté en unos de los escalones y abrí el maletín sin por qué alguno. Miré en el interior y volví a cerrarlo. Miré al cielo y vi pedacitos de cielo entre las ramas de los árboles. Bajé hasta la vereda recién barrida por Don López, el portero, y pateé una hoja rebelde del plátano altísimo al borde de la acequia. Giré hacia la avenida. Nadie. Miré al quiosquero que me miraba desde la altura de su ventanita. Siempre me asustaron los ojos de ese hombre a pesar de las burlas de mi hermana que era la que me compraba las golosinas para el recreo. “Es bueno”, me decía. Y yo callaba.

Volví a las escaleras y ví mi maletín. Las subí saltando y me gustó el juego. Bajé en un pie y subí en el otro. Bajé de dos en dos e intenté subir de tres en tres pero no pude. Me senté de nuevo y volvió aquel nudo en la panza del primer día. Tampoco tenía hambre ahora. Una mano en la cabeza me hizo subir los ojos, esperanzándome. Pero era el quiosquero. Me puse a llorar. “Se olvidaron de venir a buscarte, chiquita”, dijo. Vení que yo te llevo a tu casa y sin que yo pudiera hacer nada me tomó de la mano. Siempre fui obediente. Su mano rasposa apretaba firme la mía. Yo lloraba en silencio y con la cabeza baja. Él hablaba pero su voz llegaba desde  tan lejos que yo no podía escucharlo. Caminamos kilómetros que fueron las cuatro cuadras que separaban la escuela de mi casa. Cuando me di cuenta de que estaba ahí quise soltarme pero él me retuvo hasta que salió mi madre sorprendida. “No sé cómo agradecerle. Yo estaba segura de que mi hija mayor iría a buscarla”, dijo mientras me secaba las lágrimas con su delantal de cocina. “Agradecele a don Héctor”, me ordenó. Yo balbucée un gracias y salí corriendo hacia dentro. Cuando al rato mi hermana llegó a casa dijo estar segura de que mi madre había asegurado que ella era la que me retiraba ese día. Al día siguiente los ojos de ese hombre me parecieron buenos y su guiño me hizo sonreír. Yo misma le pedí mi Rodhesia diaria.

Stella Matute - Atlético de Escritura 2022

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