lunes, 28 de enero de 2019

LIBERACIÓN

“No será acaso que en todo el Universo 
no hay más que un solo Gran Grito, 
que expresa la Angustia, la Alegría, el Éxtasis y el Dolor: 
el Grito de Creación de la Madre.” 
(Isadora Duncan)

 Hoy fui a arrojar al agua las cenizas de mi madre. Fui solita. O no.  Tal vez no tan solita porque estábamos: ella -sus restos-, mis recuerdos, algún espíritu solidario, y todas mis ausencias.
Después de diez años y medio pude, finalmente.
Y fue como pude. Casi en un impulso.
El peso de esa cajita es inversamente proporcional a su tamaño. Tiene un peso raro. Distinto a todos los pesos.
¿Está ella aquí, sobre mi hombro? me pregunté mientras caminaba hacia el destino elegido. Y concluí que sí y que no al mismo tiempo.
Elegí el lugar sobre uno de los puentes -el que consideré más alejado- de Puerto Madero. "Todo bonito", como decía ella. Me senté con las piernas colgando hacia el río y rogué que nadie se acercara a advertirme que eso no estaba bien. Me puse la preciosa carga sobre el regazo y pensé en la paradoja. Su regazo y el mío. Su regazo acunando mi vida, el mío acunando su muerte. Pero también su vida. Fui desatando los nudos. Los del paquete y los del pecho. Abrí lentamente la cajita de madera y me pregunté qué haría luego con ella. Con la cajita. Saqué de adentro una bolsa negra que no se parecía a ninguna otra bolsa. La apreté contra mi pecho, cerré los ojos y viajé directo al vientre de mi madre, allí, donde comencé a latir hace ya tantas edades. Otra vez el peso en mis brazos me resultó raro. Rarísimo. ¿Cuánto pesa este paquete tan pequeño y tan pesado? Estuve abrazada –aferrada, tal vez- un tiempo sin tiempo a ese atado de vida y muerte.
Fui abriendo de a poquito esa extraña bolsa negra no parecida a nada conocido y con los dos brazos estirados como prolongándome en ella,  la giré sobre el río. Y también fue inaugural esa visión de una cascada abrumadora y sutil, gris y brillante, que fue cayendo casi en cámara lenta al agua marrón del río porteño despertando un sonido también desconocido . Todo distinto a todo lo distinto. Pensé en el Atuel, en el Diamante, en Valle Grande, en El Nihuil, en Los Reyunos. En esas aguas cristalinas de montaña que supieron acunarla y asustarla. Pensé en el mar “bonito” que tanto amaba mi madre. Pensé en sus sueños, en su vida simple, en su amor severo, en su austera ternura. Cuando la última de sus cenizas llegó al agua, un bordado de imágenes se dibujó claro, clarísimo, y se fue deslizando lentamente a favor de la corriente. Un bordado, un tejido, una pintura. Ella estaba allí, artesana primitiva de manos de oro. Ví clarito, clarito, dibujados en el agua sus mateles, sus carpetitas, sus flores en la heladera, sus bolsitas múltiples, sus alhajeros, sus botellas transformadas en floreros, sus adornos decorados a prepotencias de horas y pinceles.
Allí se iba mi madre custodiada en arabescos. Y yo un poco con ella.
No fue como ella quiso. No fue como lo imaginé.
Fue como pude.
Volví a mi casa caminando despacito. Bebiéndome la vida a bocanadas. Dejándome atravesar por una Santa Rita explotada en flores de una esquina de San Telmo.
Estoy en paz.










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