Ella hoy lo hace público y entonces yo me siento habilitada a contar lo que más me perturba de esta cuarentena, de este aislamiento demencial que me deja confinada sin poder abrazarla.
Lo más injusto de estos días para mí es no poder acompañarla, estar con ella, envolverla con mis brazos, acunarla en ese abrazo fraternal y sororo que nos une desde hace ya muchos años.
Graciela es mi hermanamiga, la persona más solidaria que yo haya conocido en mucho tiempo, desinteresada, sonriente aún en las adversidades, solidaria, de brazos, casa y corazón siempre abiertos, de abrazos apretados y generosos, de risa franca. Es mi compañera de aventuras, de chismes, de carcajadas desmesuradas y de ríos de lágrimas. Es la peronista más peronista que he conocido. Es el sostén de Gertrudis. La Reina no hubiera podido contar su historia sin su cobijo, sin sus manos haciendo trenzas, arreglando utilería, inventando hilvanes, luchando contra molinos de vientos.
En estos días, tan intensos, sufro la injusticia de su enfermedad como algo propio, puteo al techo no poder ir a estar con ella... Este indescifrable misterio que es la vida me vuelve a desafiar con un por qué por qué por qué retórico e inútil.
A toda la incertidumbre y soledad que nos propone este virus invasor y violento le agrego mi desazón por la enfermedad de mi hermanamiga. O viceversa.
Sé que a ella le sobran fuerzas para darle guerra -como ella misma dice- pero igual me resulta injusto... muy injusto. Su enfermedad es de esas tropelías inexplicables que una sólo quiere que no estén sucediendo.
Te quiero hasta el infinito y más allá, Graciela Ramirez. Y te extraño en nuestras charlas, risas, mates, vinos, comidas, proyectos, enojos, conspiraciones, intimidades, artilugios, confesiones...
Y desde mis particulares creencias pido, ruego, exijo, cada día cada hora cada minuto, que pronto podamos abrazarnos como sabemos hacerlo.
miércoles, 29 de abril de 2020
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